Día 4.- Domingo 3 de Agosto:

 

Varanasi: Amanecer en el Ganges, Paseando la ciudad, Sedas y Kashmir en Varanasi

 

 EL ALBA EN EL GANGES

AMANECER EN EL GANGES:

Seguimos en Varanasi, Benarés o Kashi (sus tres nombres), 3.500 años la contemplan, Dicen que aquí nada ha cambiado desde el siglo VI antes de Cristo. El río discurre de sur a noreste y la ciudad se esparce por la orilla oeste. Su parte antigua está edificada sobre una ancha colina que domina el cañón del río, que en esta zona tiene más de 1 Km de anchura. En ella se alinean templos de torres piramidales, decadentes palacios del siglo XVIII y ashrams (lugares de oración), que se continúan con un laberinto de callejas medievales que inevitablemente parten y van hasta el río.

Ghats (escalinatas que bajan hasta el agua), Ganges (Ganga -diosa, femenino-) y Samsara (ciclo vida-muerte-reencarnación-vida) estructuran esta parte de la ciudad. Nadie mejor que Kesho podría ser nuestro anfitrión. Su fe, su santidad y sus mantras también nos hicieron vivir un curioso y tímido amanecer. Perdonadme que no escriba y leed este interesante aunque impreciso artículo de Javier Moro.

AMANECER EN VARANASI SOBRE EL GANGES

por  Javier Moro

Kashi, la luminosa, es el nombre original de Benarés.  En esta ciudad de la luz, cada amanecer es como un milagro (¿Sólo en Benarés?).  El velo de bruma se disipa imperceptiblemente y antes de que los primeros rayos dorados se reflejen en las aguas tranquilas (¿tranquilas?) del Ganges, multitudes de fieles hindúes bajan los peldaños de los ghats, esas escaleras monumentales de piedra que se hunden en las orillas como raíces gigantescas, sellando así la unión de Benarés con el más sagrado de los ríos.

Van a darse un baño al amanecer, el momento más propicio del día.  La mayoría de los peregrinos que esta mañana nos rodean han caminado por toda la India durante semanas o meses (la mayoría va a lavarse como todos los días) para venir a sumergirse en estas aguas sagradas y purificar así su cuerpo y su alma.  Cada cual aporta como ofrenda una lamparita de aceite (los únicos que poníamos lamparitas éramos los turistas), símbolo de la luz que acaba con las tinieblas de la ignorancia(¿¿??).

Inmersos hasta la cintura en las aguas, permanecen inmóviles, absortos en sus oraciones (La mayoría "chascarrean" con sus vecinos mientras se lavan y friegan sus cacharros. La sensación es que los ghats del Ganges hacen de punto de encuentro cotidiano entre amigos y convecinos).  Las llamas vacilantes de sus lamparitas de aceite flotando sobre el agua brillan como miles de luciérnagas (las lamparillas desaparecen raudas en la corriente).  Las mujeres, envueltas en saris empapados, ofrecen guirnaldas de flores al Ganges.  Grupos de fieles se sumergen completamente durante largo rato; luego se frotan el cuerpo con jabón, se enjuagan la boca y escupen.

Sentados en la orilla, los ancianos, las piernas cruzadas, los ojos cerrados, están ensimismados en sus meditaciones, ajenos al trajín de hombres, vacas, burros y cabras que pasean por arriba.  Dos toritos se dan cabezazos, ante las risas de unos niños.  Varios santones salmodian un mantra ritual.   Gruesos brahmanes recitan ante un círculo de fieles algunos versos de las escrituras védicas.

Estudiantes de todas las edades practican ejercicios de yoga y de control de la respiración. Todos esperan la renovación del milagro diario, la aparición del disco de fuego que surgirá de las entrañas de la tierra, el sol, fuente de la vida.  Cuando su aureola despunta en el horizonte, las cabezas se giran fervorosamente.  Luego, para agradecer el milagro, los fieles le hacen al sol una ofrenda de agua del Ganges, dejándola correr lentamente entre las manos entreabiertas, en un gesto de adoración.

Es hora de subir a la barca.  Se tambalea tanto que entra agua(¿por las aguas tranquilas?).  Nadie se asusta, o por lo menos no lo demuestra.  Voy con gente acostumbrada a controlar sus emociones. Son monjes budistas, que acompañan a un gran maestro tibetano, un hombre de edad avanzada, cojo y que camina encorvado como un ave vieja.  Parece un gnomo.

Acaba de pasar tres años en un retiro en la montaña y arde en deseos de verlo todo.  Risueño, lleno de energía, ha insistido para que le acompañemos a ver los delfines blancos del Ganges.  Solo se muestran al amanecer, dicen, y no todos los días.  Al alejarnos de la orilla navegando sobre el río sagrado, la ciudad se nos ofrece en todo su esplendor.

Pocos espectáculos en el mundo son comparables a esta visión de Benarés al alba.  Los templos y los santuarios, los ashrams y los palacios que bordean el río en una extensión de 5 kilómetros, refulgen al sol naciente y se reflejan en las aguas.

La ciudad se extiende en una sola orilla, sobre la cual los maharajás, a lo largo de los siglos, han edificado una serie de pabellones y palacetes, auténticos centros de la fe, abiertos al infinito de la otra orilla, a la que nunca se va, la ribera maldita que sufre los desbordamientos enloquecidos(¿aguas tranquilas?) del rey de ríos.

En lo alto de los ghats, en el dédalo de callejuelas cuyos edificios están desconchados por tantos miles de monzones, bulle el incesante drama terrestre de la vida y de la muerte, lo que hinduistas y budistas llaman samsara.   Desde la perspectiva del agua, la visión es distinta: una visión de liberación.  Como La Meca, Jerusalén o Roma, Benarés es un faro que atrae a hombres ansiosos de eternidad.

Desde hace 2.500 años, peregrinos y sabios como el Buda Gautama, el hindú Mahavira o Shankara han venido aquí a transmitir sus enseñanzas.  Es la ciudad de la fe.  “Benarés es mas antigua que la historia, mas antigua que la tradición” escribió el inglés Mark Twain.  La continuidad de sus tradiciones culturales y religiosas es su rasgo más extraordinario, y el que la sitúa en un lugar aparte de las demás ciudades del mundo.

Si nos aventuramos a imaginar la Acrópolis de Atenas viviendo al son de las tradiciones rituales de la Grecia clásica, nos podemos hacer una idea de la increíble tenacidad de la vida de Benarés.  Hoy en día, la vida en Atenas o Jerusalén transcurre de manera muy distinta a los tiempos de la antigüedad.  Lo asombroso, lo maravilloso de Benarés, es que aquí la vida sigue prácticamente igual.

Por supuesto que hay agua y electricidad donde antes no había mas que pozos y lamparitas de aceite.  Se pueden comprar trajes de moda y utensilios de latón en las mismas tiendas que durante siglos han vendido únicamente sedas y bronce.  En el centro, la estrechez de las calles ha mantenido la modernidad a raya; obviamente la composición del tráfico ha cambiado, aunque no su intensidad.

El caos circulatorio se rige por un pragmatismo muy antiguo y terrenal. Los peatones ceden el paso a las bicicletas y estas a su vez ceden el paso a motocicletas, a motos, y estas a ciclo-rickshaws. El tamaño es lo que cuenta: lo pequeño deja paso a lo mayor. El peso de la tradición está representado por la reina de la calle: la vaca. Todos, absolutamente todos, la rodean con circunspección.

Las mismas leyes se aplican al tráfico fluvial, aunque a estas horas de la mañana son pocas las barcas sobre el río. Después de un recorrido hasta la otra orilla y cuando estamos dando vueltas sobre las aguas marrones del Ganges, el viejo monje pega un grito, abriendo mucho los ojos, la mirada lanzando chispas de ilusión infantil. Señala a lo lejos con el dedo.

De entre las ondas tranquilas surgen tres delfines, como por encanto. El barquero hace un gesto de satisfacción, como diciendo que hemos tenido razón en escucharle, hay que despertarse pronto si uno quiere verlos. También aquí, a quien madruga Dios le ayuda. Ver delfines, sea en las aguas que sea, produce siempre cierta euforia.

Frente a esta ciudad desparramada en la orilla, la emoción se hace aún mas intensa. Los monjes ríen de buena gana cuando los delfines vuelven a pasar cerca de nuestra barca. Es muy auspicioso, susurran entre risitas. Confieso que yo era escéptico, ¿como pueden vivir delfines en un río tan contaminado? me preguntaba.

Pero allí están, y no son blancos sino rosas, y tienen un morro redondo porque son delfines de agua dulce. Los había visto una sola vez, en el río Amazonas. Allí los llaman ‘botos’, y les atribuyen poderes mágicos. Los budistas no creen en los dioses, pero son inexplicablemente supersticiosos. La visión de esos delfines al alba les llenó de felicidad, y como la felicidad es contagiosa, también yo acabé flotando en el nirvana.

Me había encontrado con ellos de casualidad en el hotel, la víspera, gracias a Matthieu Ricard, el científico francés convertido en monje budista  y que yo había entrevistado en varias ocasiones para mi libro “Las montañas de Buda”. Volvían todos de un encuentro con el Dalai Lama en Bodhgaya, el lugar donde dicen que el Buda recibió la Iluminación.

La tarde anterior, me habían invitado a pasarla con ellos en Sarnath. A 10 Km. de Benarés, es uno de los lugares de culto mas importantes del mundo para los budistas. En lo que hoy es un enorme complejo de ruinas, hace 2.500 años el Buda predicó su primer sermón, “la rueda que gira”, en el que sumaba las enseñanzas esenciales del budismo, a saber que para librarse del sufrimiento hay que librarse del deseo.

Benarés forma parte de la cuna del budismo, una filosofía que a su vez ha surgido del hinduismo. Sentados en las ruinas, el monje-gnomo leyó unas enseñanzas mientras Matthieu traducía.  Fue otro momento privilegiado, de esos que ofrece Benarés al viajero sin prisas.

Cuando regresamos por fin a la orilla, después de la fiesta que nos ofrecieron los delfines, la luz del amanecer tiñe las fachadas y los ghats  de un suave color rosa. Nos cruzamos con una barca que lleva el cuerpo de un difunto envuelto en un sudario y cubierto de flores. En medio del río, los parientes, después de recitar unas oraciones, empujan suavemente el cadáver al agua.

Este se hunde creando un pequeño remolino moteado de pétalos de flor.  Benarés, la ciudad más rebosante de vida del planeta, es también y ante todo la ciudad de la muerte. No hay como esta ciudad para recordarnos que la muerte es parte de la vida. Está presente en sus orillas, en las calles, en los olores que despiden las columnas de humo, en los remolinos de agua que producen los cadáveres al hundirse.

Me despido de los monjes y me quedo en medio del ghat, rodeado de peregrinos que portan jarras, botijos y pequeñas botellas de plástico llenas del agua santa que llevarán consigo a sus lejanas aldeas. Dicen que el exotismo es lo cotidiano de los demás.

Nosotros, al ser 23 con Kesho y los remeros, no hubimos de compartir la barquichuela. Antes, hicimos el mismo recorrido que la noche anterior, esta vez andando acompañados de nuestros anfitriones infantiles que nos estaban esperando. Por el camino Kesho nos compró una guirnalda blanca para cada uno de nuestros cuellos. A la llegada al Ghat, el pandit nos soltó nuevos mantras y nos pidió la voluntad e inmediatamente nos subimos a la barca. Nos comentaron que el nivel de las aguas estaba a unos 10 m. por encima de su nivel normal y la continua corriente muy intensa. El agua, al cogerla en las manos era limpia, transparente y cálida.

Estaba despuntando el alba, pero el día estaba cubierto de grandes nubarrones que sólo dejaron atisbar un tímido amanecer. Soltamos nuestras lamparillas con las mantras de Kesho. Y nos pusimos a observar a los "lavantes-enjabonantes". La ceremonia en muy poquitos se acompañaba de seriedad y estereotipados gestos y posturas. La mayoría se lavaba en agradables tertulias sin pudor y con mucho jabón.

No sólo la realizaban hombres, sino también viejas hembras de largas tetas en forma de remolacha hipermadura. Vimos pasar nadadores expertos en las corrientes. Tropezamos con una plataforma en la que un brahman postureaba con una lanza. Nos abordó barca con baratijas a buenos precios. Ya sin sol pero con luz fuimos observando los decadentes y avejentados ashrams, ghats y palacios de Maharajás. Dejamos la barca y nos dispusimos a pasear. 

  

  

  

 

 
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