Viernes 2 de Agosto (Lola escribe)
Amanece: Cuando por fin conseguí abrir los ojos, mi Jose y el sol llevaban rato dando por culo. Eran las 5,30 y a mi me faltaban varias horas de sueño que para consolarme, me prometía que las invertiría en el antrogar (especie de microbús Isuzu amarillo, donde entre otras cosas se duerme). De repente me acordé que era el trascendental día del encuentro. Todavía me sonaban en la cabeza las dudas de Alba de si les caería bien a los Díez y las palabras de Apo de que deberíamos vestirnos recatadamente. Ni corta ni perezosa llamé a Alfonso para indicárselo y me contestó una voz muerta de risa, que qué coño hacía yo despierta a esas horas y que transmitiría las órdenes al resto y especialmente a Raquel que estaba hecha un brazo de mar.
El mercado: Después del desayuno abandonamos el hotelito de montaña y nos fuimos para el centro. Casi abrimos el Bedestén de las oltutashi (piedra negra especial que sólo se da en Erzurum). Estaba recién regado y los comerciantes limpiaban, pulían y daban esplendor a los miles de rosarios de piedra negra con finísimas incrustaciones de plata. En la planta de abajo, todo nos pareció muy por encima de nuestras posibilidades, pero no pudimos sustraernos a meter las narices en una preciosa tienda de antigüedades.
A través de unas estrechas escaleras de piedra con escalones para gigantes, yo no sé por qué tienen tanta manía de hacerlos altísimos si por pocos que haya la distancia es la misma, retomo, nos introdujimos en la segunda galería de comercios. La disposición era similar en torno al patio pero no tenían salida a él, con lo cual la sensación era mas agobiante e incluso algo tenebrosa.
Rosa, que no tenía el día comprador, y yo, que tampoco estaba muy inspirada, nos metimos en varias tiendas y con un ímprobo esfuerzo regateamos y adquirimos algunas cosillas, vamos baratijas, muy monas por cierto y muy elegantes y muy finas a la par que discretas.
Eran ya las 10 de la mañana, los Diez y José Emilio estaban a punto de llegar, las pancartas de recibimiento estaban preparadas, lo habíamos hecho en el hall del hotel, así que bajamos, para suponíamos irnos al aeropuerto. Nuestro guía y gurú estaba buceando en la tienda de antigüedades buscando no se qué, pero nos tranquilizó indicándonos que apenas estábamos a 10 minutos, y que mientras recogían las maletas y demás serían las 11 de la mañana. Alegremente volvimos a sumergirnos en regateos y compras hasta que de repente el dulce sonido del móvil de Jose, rompió el alboroto. ¡Cómo! ¿Qué ya estáis aquí?, Despelotados nos subimos al autocar, pero hete aquí que el camino que Apo conocía estaba en obras. Nos marearon arriba y abajo con peregrinas indicaciones, nos introdujimos en estrechos vericuetos de esos que nos ponían los pelos de punta y tanto gustaban a Hagi, para finalmente llegar al aeropuerto con media hora de retraso. Ingenuos de nosotros, pensamos asustarles poniéndonos pañuelos como burkas, pero en realidad ellos ya estaban suficientemente despavoridos, sentaditos sobre sus maletas a pleno sol, y pensando qué cuernos hacían allí, en el fin del mundo, si nosotros no pasábamos a recogerles.
El encuentro: Achuchones, besos, abrazos y vuelta el color a sus caras. Presentaciones, miradas de soslayo y Apo tomando el mando guiístico y el micrófono, se había puesto al cuello la tarjeta oficial, nos llevó a la primera visita. La madrasa que íbamos a ver, tenía dos minaretes uno hecho por el maestro y otro por su sobrino y discípulo. Aunque parecían iguales, pequeñas diferencias en su forma y sobre todo en la ornamentación, si te lo decían, se podían advertir. Creo que no tiene nada que ver que el minarete del maestro estuviera mejor conservado que el del discípulo, son ganas de sacar punta a las cosas.
Como todas las madrasas, esta también tuvo sus alumnos coránicos de la época primero de los selyúcidas y mas tarde otomanos.
Cuando bajamos del antrogar, nos encontramos ante una espaciosa explanada con jardines y árboles que rodeaban el edificio. En el muro de la puerta principal había bancos llenos de hombres que departían tranquilamente a la sombra de la madrasa. Mira tú por dónde, apenas habíamos llegado y la llamada resonó estentórea. Nos reunimos en torno a Apo como polluelos escuchando sus explicaciones, y en torno nuestro, una multitud se apelotonó como si pudiera entender lo que nos decía. Realmente no íbamos a pasar desapercibidos.
La madrasa por dentro es un remanso de paz. El patio central tiene fuentes y jardines que aumentan la sensación de frescor y a su alrededor lo que antes fueron clases se abren silenciosas y vacías. La gente pasea y se sienta para hablar apaciblemente.
Al salir a la vorágine de la calle, otra vez nos rodearon niños y fundamentalmente hombres, que no hubieran dudado en tocarnos para ver si éramos reales.
Segunda visita: Después, andando por unas tortuosas calles llegamos a las tumbas (kümbet), creo que de reyes selyúcidas, en un pequeño parque. No estaban muy cuidadas, pero guardaban la apostura, y claramente era un rincón favorito de niños que jugaban al fútbol, o simplemente como las niñas que teníamos al lado, un sitio para descansar y cuidar del hermanillo.
El almuerzo; De allí nos fuimos a la madrasa de Yakutiye, también rodeada por jardines más frondosos y en cuyas sombras, las mesitas se desparramaban por doquier atiborradas de gente. Pretendimos tomarnos una birritas sin percatarnos que estábamos en un viernes de un lugar santo, de una ciudad integrista, así que nuestro conseguidor empezó a moverse. Al poco, teníamos las cervezas en un hotel, enfrente de la madrasa, y ya puestos, decidimos comer.
Tercera visita: Por la tarde visitamos la madrasa, transformada en museo. Aparte de libros, joyas, un precioso vestido de novia del que se quedó prendada Marta, lo que mejor recuerdo son los monumentales cabezazos contra los dinteles de las puertas que nos dimos casi todos. Sabíamos que las puertas de las estancias eran mucho mas bajas de lo normal, para que cualquier fiel o infiel que las atravesase tuviera que agacharse demostrando respeto. Eso lo habíamos captado fácilmente, lo que parecía que no entendíamos, era que se continuaban con un estrecho pasillo que te dejaba casi en el centro de la habitación, y en cuanto veíamos la luz nos enderezábamos, dejándonos de esta manera tan fácil los cuernos colgados en el techo.
A pesar de todo, dentro había una atmósfera conciliadora en la que se estaba muy a gusto.
La calle: Al salir varios críos se acercaron a LOS HOMBRES para limpiarles los zapatos, incluso las sandalias de Enrique, y a diferencia de otros sitios, les dejaban descalzos para poder acometer la tarea con más ímpetu.
Ahora debería filosofar sobre la pobreza y todo eso, pero una de las cosas bonitas de este viaje, han sido los críos de la calle.
Sus ojazos inmensos, sus sonrisas,el desparpajo, cómo se hacían entender, y cómo enseguida se sentían cómodos y se te cogían de las manos.
Nos vamos: Dejamos Erzurum, "tierra de romanos", hacia Van pero antes pasamos por Dogubeyazit y el monte Ararat.
Enfilamos una estrecha y sorpresiva carretera recta, poco después en el autocar el silencio reinaba aplastante. Habíamos sucumbido al calor y a los vapores del alcohol.
El Arca de Noé: De repente el vigía gritó: El monte Ararat, e impulsados por resortes nos pegamos a las ventanas. Ahí está, ahí está el monte Ararat.....
Como una ciclópea pirámide cubierta la cima por un casquete de nieve, dominaba la lejanía; a su derecha el pequeño Ararat.
No sé describirlo, sólo que se me paso por la imaginación Noé y su tribu, los bichos bramando, mugiendo intranquilos y la palomita esa que regresó con el ramo de olivo en el pico. Buff qué película me monte en segundos, casi les agradecí a las monjas mi enseñanza religiosa.
Con un sol de atardecer de frente, a medida que nos acercábamos se hacía mas imponente, los campos y él mismo se cubría con tonos dorados, su cabeza blanca por la historia, recortándose sobre el horizonte como si no hubiera nada mas detrás de él, y parecía que todo empezaba y finalizaba allí, y casi entraban ganas de que todo a su alrededor se hundiera para que nosotros pudiéramos ser los elegidos en hollar su superficie. ¡Rediez colorao!.
La frontera con Iran (Persia): Poco a poco el aire se empezó a atufar con un espeso olor a gasoil, empezaron a ser las niñas utílísimas en los controles y se acercaba el atardecer. Cuando llegamos a Dogubeyazit las cisternas de gasoil se habían convertido en un paisaje habitual, atravesamos la "ciudad" despacio, siendo el blanco de millares de miradas torvas y emprendimos la subida hacia el palacio de Ishak Pasha.
Un palacio en lo alto: Realmente la subida fue muy interesante, ¿Verdad Pepe y Carmen?. Como no había mucha confianza entre los viejos y los nuevos, sólo se oían suspiritos y risitas entrecortadas, pero algunos de los repechos en curva nos cortaban a todos el aliento.
Sabíamos que el palacio estaba cerrado por ser viernes pero la perspectiva merecía la pena y eso que entre lamento y lamento de la subida, el sol se había ocultado.
Una se pregunta siempre, por qué se tenían que ir a sitios tan difíciles e inhóspitos, pero la respuesta está en la magnificencia del paisaje.
El palacio está acurrucado entre riscos de color grisáceo que hacen que resalte mas su tono rosa pálido. Por detrás y al lado una sierra de piedra maciza, lo protege incluso de la vista del Ararat. El poder del Pashá debía ser enorme porque se ve una mezquita , algunas edificaciones y un trozo de ciudadela.
El desagüe de las chicas: Intentamos entrar pero el cuidador no estaba, así que nos dedicamos a buscar un sitio para hacer pis. Los tíos claro, no tuvieron problema pero ¡ay de nosotras¡ Puede parecer que en un paisaje de tal vastedad no tiene que haber dificultad, pero desde todos los puntos imaginables las rocas nos dejaban a la vista de una especie de bar, sin servicios, lleno de hombres que para mas señas cuando vieron nuestro autobús amarillo salieron todos para no perderse el espectáculo.
Por fin encontramos una especie de cabina rota y sin puerta que debía haber sido in ilo tempore, un lavabo de esos higiénicos como revelaban los restos. Con el pareo de Rosa tratamos de tapar lo mas imprescindible. Sólo nos atrevimos Marta y yo, las demás aguantaron con harto dolor de su corazón hasta un bareto en Dogubeyazit donde paramos a comprar cervezas.
La noche en ruta: Se nos cayó la noche encima, y seguimos hablando, bebiendo cervezas y sesteando en el autocar hasta que Jose Emilio explotó. Muchas horas de represión fumadora para un tío que llevaba 48 horas entre aviones aeropuertos y sin dormir. No recuerdo cuánto nos quedaba para llegar, pero se sentían los pies por debajo del suelo del autobús empujando.
Al fin: En la lontananza Van, y todos resucitamos, las conversaciones fluyen, las risas suenan y empieza la expectación por saber cómo es el hotel. Pero ley de Murphy: "cuantas mas ganas de llegar tengas mas te perderás".
Nos tuvieron que venir a recoger con una furgoneta del hotel. Por fin ya estamos, empieza el concurso de quien pone los números en las maletas mas rápido y a papear. Bieeeeen.
La piscina del hotel: Ya lavados, comidos y relajados nos encontramos en la piscinilla del hotel. Está en el primer piso, es interior con césped artificial, pero es una gozada, las tensiones se terminan en el agua.
Es hora de embarcar a los nuevos en el sagrado rito del raki a lo que se adhieren encantados. Sherefé y buenas noches.