1502 Cristóbal Colón

Se recordará que Colón, en sus tres primeros viajes, no llegó a tocar el continente americano. En su cuarta, última e infortunada expedición, «tras sesenta días de tiempo tormentoso, sin ver el sol ni las estrellas» descubrió una pequeña isla llamada por los indios Guanajá, que se supone es la que actualmente aparece en algunos mapas como isla de Bonaca. Estando en la costa de esta isla vio venir del oeste una gran canoa llena de indios, que parecían más civilizados que los que hasta entonces habían encontrado los españoles.

 

En respuesta a las preguntas sobre el oro que éstos les hacían, los indios señalaron hacia el oeste, y trataron de convencerles de que gobernaran en aquella dirección.

 

«Bien hubiera hecho Colón», dice el Sr. Irving, «en seguir su consejo. En uno o dos días habría llegado a Yucatán, a lo que habría seguido necesariamente el descubrimiento de México y los demás países opulentos de la Nueva España. Ante él se habría abierto el Mar del Sur, y una serie de espléndidos descubrimientos habrían dado nueva gloria a sus últimos años, en lugar de ir decayendo en medio de la melancolía, el olvido y el desengaño».

1506 Juan Díaz Solís y Vicente Núñez Pinzón

Cuatro años después, en 1506, Juan Díaz de Solís y Vicente Núñez Pinzón, uno de los compañeros de Colón en su último viaje, siguieron el mismo derrotero hasta la isla de Guanajá, y gobernando desde allí hacia el oeste descubrieron la costa oriental de la provincia que hoy se llama Yucatán, costa a lo largo de la cual navegaron durante cierta distancia, pero sin proseguir su descubrimiento.

1517 Francisco Hernández de Córdoba

El 8 de febrero de 1517, Francisco Hernández de Córdoba, rico hidalgo de Cuba, zarpó del puerto de Santiago de Cuba con tres naves de buen arqueo y ciento diez soldados, en un viaje de descubrimiento. Tras doblar el cabo hoy llamado de San Antonio y navegar al azar hacia el oeste, al cabo de veintiún días divisaron una tierra que nunca habían visto hasta entonces los europeos. El 4 de marzo, cuando se preparaban para desembarcar, vieron dirigirse hacia las naves cinco canoas con velas y remos, alguna de las cuales contenía hasta cincuenta indios, y habiéndoseles hecho señas de invitación, unos treinta subieron a bordo de la nave capitana. Al día siguiente volvió su jefe con doce grandes canoas y numerosos indios, e invitó a los españoles a que fueran a su pueblo, prometiéndoles víveres y todo cuanto necesitasen. Las palabras que utilizó fueron Cones cotoche, lo que en la lengua de los indios actuales quiere decir «Andad acá, a mis casas». Al no entender su significado, y suponiendo que era el nombre del lugar, los españoles lo llamaron Punta o Cabo Catoche, nombre que aún tiene hoy.

 

Los españoles aceptaron la invitación, pero al ver la costa cubierta de indios desembarcaron en sus propios bateles, llevando consigo quince ballestas y diez mosquetes. Tras hacer un alto, y guiados por el jefe, emprendieron la marcha hacia el interior; y cuando estaban atravesando un espeso bosque, a una señal del jefe les atacó una multitud de indios emboscados, arrojando sobre ellos una lluvia de flechas que en la primera descarga hirieron a quince, y arremetiendo después con sus lanzas; pero las espadas, las ballestas y las armas de fuego de los españoles les infundieron tal terror que huyeron precipitadamente, dejando tras de sí diecisiete muertos.

 

Los españoles volvieron a sus naves y siguieron costeando hacia el oeste, manteniéndose siempre a la vista de la tierra. A los quince días descubrieron un gran pueblo en una ensenada donde parecía desembocar un río. Desembarcaron para hacer aguada, y estaban a punto de volver a las naves cuando vinieron hacia ellos unos cincuenta indios, vestidos con finas mantas de algodón, que les invitaron a su pueblo. Tras vacilar un rato, los españoles les siguieron y llegaron a unas casas grandes de piedra en cuyas paredes había figuras de serpientes y otros ídolos. Estos eran sus templos, y en torno a uno de los altares había gotas de sangre fresca que, según descubrieron más tarde, era sangre de indios sacrificados para implorar la destrucción de los extranjeros. No tardaron en advertir claros indicios de preparativos hostiles, y temiendo un encuentro con una multitud de indios se retiraron a la costa y reembarcaron con sus pipas de agua. Este sitio se llamaba Kimpech, y actualmente es conocido con el nombre de Campeche.

 

Siguiendo hacia el oeste, llegaron los españoles frente a un pueblo situado como a una legua de la costa que se llamaba Potonchán o Champotón. Como andaban de nuevo escasos de agua, desembarcaron todos juntos y bien armados. Encontraron algunos pozos, llenaron las pipas y estaban a punto de cargarlas en los bateles cuando vieron salir del pueblo y abalanzarse sobre ellos una horda de indios en son de guerra, armados con arcos y flechas, lanzas, escudos, espadones, hondas y piedras, con las caras pintadas de blanco, negro y rojo y las cabezas adornadas con plumas. Los españoles no pudieron embarcar sus pipas de agua, y como ya era casi de noche decidieron quedarse en la playa. Al amanecer se precipitaron sobre ellos desde todas las direcciones numerosas columnas de guerreros desplegando sus colores. La lucha duró más de media hora y murieron en ella cincuenta españoles; y al ver Córdoba que era imposible rechazar a semejante multitud, formó a los restantes en columna cerrada y se abrió paso hasta los bateles. Los indios iban pisándoles los talones y les persiguieron hasta meterse en el agua. En medio de la confusión, se arrojaron tantos españoles al mismo tiempo sobre los bateles que estuvieron a punto de hundirlos; pero se colgaron de ellos y medio vadeando y medio nadando, pudieron por fin llegar a la nave más pequeña, que había acudido en su auxilio.

 

Cincuenta y siete compañeros suyos perecieron, y cinco más murieron de sus heridas. Sólo un soldado escapó ileso; los restantes tenían todos dos, tres o cuatro heridas de flecha, y el capitán, Hernández de Córdoba, recibió hasta doce flechazos. En los antiguos mapas españoles se llama a este sitio Bahía de Mala Pelea.

 

Este desastre les decidió a volver a Cuba. Había tantos marineros heridos que no podían gobernar las tres naves, por lo que quemaron la pequeña y, dividiendo su tripulación entre las otras dos, se hicieron a la vela. Para colmo de desgracias se habían visto obligados a dejar en tierra sus pipas de agua, y llegaron a padecer tales extremos de sed que se les agrietaron los labios y la lengua. En la costa de Florida encontraron algo de agua, y cuando la traían a bordo un soldado se arrojó del navío al batel y, tomando una botija a pechos, bebió tanta agua que se hinchó y murió. Después se abrió una vía de agua en la nave capitana, pero a fuerza de bombear lograron a duras penas mantenerla a flote hasta llegar a Puerto Carenas, que es hoy el puerto de La Habana. Tres soldados más murieron de sus heridas; el resto se dispersó y el capitán, Hernández de Córdoba, murió diez días después de su llegada. Tal fue el desastroso fin de la primera expedición a Yucatán.

1518 Juan de Grijalva

En el mismo año de 1517 se empezó a preparar otra expedición. Se equiparon cuatro embarcaciones, se alistaron doscientos cuarenta voluntarios y se nombró capitán a Juan de Grijalva. El 6 de abril de 1518 zarparon las naves del puerto de Matanzas con rumbo a Yucatán. Tras doblar el cabo de San Antonio, la fuerza de las corrientes les llevó más al sur que a sus predecesores, con lo que descubrieron la isla de Cozumel.

 

Desde allí cruzaron al continente, y navegando a lo largo de la costa llegaron a la vista de Potonchán y entraron en la Bahía de Mala Pelea, de aciaga memoria para los españoles. Exultantes por su primera victoria, los indios arremetieron contra ellos antes de que desembarcasen, atacándoles en el agua misma; pero los españoles hicieron tal matanza entre ellos que los indios salieron huyendo y abandonaron el pueblo. Cara costó esta victoria, sin embargo, pues murieron tres soldados y más de setenta resultaron heridos, y Juan de Grijalva recibió tres flechazos, uno de los cuales le arrancó dos dientes.

 

Volvieron a embarcarse, y siguiendo hacia el oeste a los tres días descubrieron la desembocadura de un río muy ancho; y como entonces se creía que Yucatán era una isla, pensaron que era su linde y la llamaron Boca de Términos. En Tabasco escucharon por primera vez el famoso nombre de México, y tras navegar hasta Culúa, que hoy se llama San Juan de Ulúa, Veracruz y alguna distancia a lo largo de la costa, Grijalva volvió a Cuba para dar nuevo pábulo al fuego de la aventura y el descubrimiento.

1519 Hernando Cortés

En seguida se empezó a preparar otra expedición a gran escala. Se equiparon diez naves, y cabe decir en honor de Juan de Grijalva que sus antiguos compañeros deseaban tenerle de nuevo como jefe, pero por un cúmulo de circunstancias terminó asignándose este cargo a Hernán Cortés, alcalde a la sazón de Santiago de Cuba y hombre comparativamente desconocido, pero que estaba destinado a distinguirse entre los soldados más audaces de su época, como el Gran Capitán, y a crearse un nombre que casi llegó a hacer sombra al del propio descubridor de América.

don Francisco de Montejo

Entre los principales capitanes de las expediciones de Grijalva y Cortés se contaba don Francisco de Montejo, caballero sevillano. Tras la llegada de Cortés a México, y mientras proseguía sus conquistas por el interior, en dos ocasiones estimó necesario enviar comisionados a España, y en ambas nombró para ello a don Francisco de Montejo. En su segunda visita, además de serle ratificados sus anteriores privilegios y mercedes, y de recibir un nuevo escudo de armas, en recompensa por los distinguidos servicios que había prestado a la Corona en las expediciones de Grijalva y Cortés, obtuvo del Rey el título de Adelantado y licencia para la pacificación y conquista de las islas (así se les llamaba) de Yucatán y Cozumel, tierras que habían quedado completamente olvidadas en medio de las vibrantes escenas y doradas perspectivas de la conquista de México.

 

Don Francisco de Montejo, ahora Adelantado, ha sido descrito como un hombre “de mediana estatura, y el rostro alegre, y amigo de regocijos, e hombre de negocios, e buen jinete; e cuando acá pasó sería de treinta y cinco años, y era franco y gastaba más de lo que tenía de reanta”, cualidad esta última para una gran empresa en la que quizá no le falten émulos en estos tiempos.

1527 Don Francisco de Montejo

El Adelantado gastó mucho ciertamente en la compra de armas, municiones, caballos y víveres; y habiendo vendido una finca que le producía dos mil ducados de renta, equipó a sus expensas cuatro naves y embarcó en ellas a cuatrocientos españoles, con el acuerdo de repartir entre todos una parte de las ganancias de la expedición. En 1527 zarparon las naves de Sevilla, y tras tocar en las islas para reaprovisionarse, siguieron hasta la de Cozumel. Allí, por falta de un intérprete, tuvo el Adelantado grandes dificultades para comunicarse con los indios. Tomando a uno de ellos a bordo como guía, la flotilla cruzó al continente y ancló frente a la costa. Todos los españoles desembarcaron y, como primer acto, tomaron posesión formal del país en nombre del Rey, con las solemnidades acostumbradas en las nuevas conquistas. Gonzalo Nieto plantó el estandarte real y dio grandes voces diciendo: «¡España! ¡España! ¡Viva España!»

 

Dejando a bordo a los marineros necesarios para cuidar de las naves, los españoles desembarcaron sus armas, municiones, caballos y víveres, y guiados por el indio de Cozumel emprendieron su marcha a lo largo de la costa. El país estaba muy poblado y los españoles avanzaron de pueblo en pueblo, sin cometer ninguna violencia sobre los habitantes ni recibir ofensa alguna de ellos, hasta llegar a Aconil. Como los indios de este lugar parecían amistosos, los españoles bajaron un tanto la guardia; y en cierta ocasión, un indio que vino a vis¡tarles arrebató su alfanje a un negrillo esclavo e intentó matar al Adelantado. Este desenvainó su espada para defenderse, pero los soldados se arrojaron sobre el indio y lo mataron en el acto.

 

El Adelantado decidió entonces marchar desde Aconil hasta la provincia de Choaca, y a partir de este momento empezaron los españoles a experimentar las atroces penalidades que estaban condenados a sufrir para someter a Yucatán. No había caminos, el país era pedregoso y estaba cubierto de espesos bosques. Fatigados por las dificultades de la marcha, el calor y la falta de agua, llegaron a Choaca y encontraron el lugar desierto, pues los habitantes lo habían abandonado para ir a juntarse con otros indios que estaban preparando la guerra. Guiados todavía por el de Cozumel, siguieron avanzando hasta un pueblo llamado Aké, donde les esperaba una gran muchedumbre de indios emboscados en la selva.

 

Estos indios estaban armados con aljabas de flechas, estacas quemadas en los extremos, lanzas con puntas de afilado pedernal y mandobles de durísima madera. Tenían flautas, grandes caracolas a modo de trompetas y caparazones de tortugas que hacían sonar con astas de ciervo. iban desnudos, salvo por un taparrabos, con el cuerpo enteramente pintado con tierra de diferentes colores y las orejas y narices adornadas con anillos de piedra.

Batalla de Aké

Los españoles quedaron atónitos al ver tan extrañas figuras, y el ruido que hacían al entrechocar los caparazones y las astas, acompañado de alaridos, parecía estremecer las colinas. El Adelantado les arengó refiriéndoles su experiencia en la guerra con los indios, y se entabló una tremenda batalla que duró todo aquel día. La noche vino a poner fin a la carnicería, pero los indios quedaron dueños del terreno. Los españoles tuvieron tiempo de descansar y vendar a sus heridos, aunque estuvieron en vela toda la noche. Nada más amanecer se reanudó la batalla, que continuó encarnizadamente hasta el mediodía, cuando los indios empezaron a retroceder. Animados por la esperanza de la victoria, los españoles arremetieron contra ellos hasta hacerles huir y ocultarse en los bosques; pero como no conocían el terreno y estaban rendidos de tan enconada lucha, sólo pudieron quedar dueños del campo. En esta batalla murieron más de mil doscientos indios.

 

A comienzos de 1528 se decidió de nuevo el Adelantado a reconocer el país haciendo pequeñas marchas y, una vez conocido el carácter belicoso de sus habitantes, procurando evitar en lo posible cualquier conflicto con ellos. Con esta resolución partieron de Aké en dirección a Chichén Itzá, donde a fuerza de buen trato y conciliación consiguieron reunir algunos indios y construir casas de madera y estacas, cubiertas con hojas de palma. Entonces cometió el Adelantado un error infortunado y fatal. Desanimado al no ver señal alguna de oro, y habiéndose enterado por los indios de que el dorado metal se encontraba en la provincia de BaKhalal, decidió enviar al capitán Dávila a fundar en aquella provincia una ciudad española.

 

Dávila partió con cincuenta soldados a pie y dieciséis a caballo, y desde el momento de su separación se acumularon sobre ambos las dificultades y los peligros. Todos los esfuerzos por mantener la comunicación entre los dos grupos resultaron inútiles. Después de muchas batallas, peligros y sufrimientos, los que se quedaron en Chichén Itzá se vieron reducidos a la penosa alternativa de morir de hambre o a manos de los indios. Habiéndose reunido una inmensa multitud de éstos para destruirlos, los españoles dejaron sus fortificaciones y salieron a encontrarlos a campo abierto, con lo que se entabló la batalla más sangrienta hasta entonces conocida en las guerras con los indios. Los españoles hicieron una gran matanza entre ellos, pero tuvieron ciento cincuenta muertos; casi todos los supervivientes quedaron heridos, y agobiados de fatiga se retiraron a sus fortificaciones. Por fortuna los indios no les persiguieron, pues en el lamentable estado en que estaban hubieran perecido todos miserablemente. A la noche siguiente escaparon de Chichén Itzá, y no se sabe muy bien cómo consiguieron llegar a la costa y refugiarse en Campeche.

 

No fue mejor la suerte de Dávila. Llegado que hubo a la provincia de BaKhalal, envió un mensaje al señor de Chemecal preguntando por el oro y pidiéndole víveres; la fiera respuesta del cacique fue que les mandaría gallinas con lanzas y maíz con flechas. Con los cuarenta hombres y cinco caballos que le quedaban, Dávila consiguió abrirse paso de vuelta a la costa, y dos años después de su desgraciada separación se reunió con el Adelantado en Campeche.

 

Su coraje seguía pese a todo intacto, y se dispusieron a hacer otro intento por penetrar en el país; pero por entonces llegó a estos infortunados conquistadores la fama del descubrimiento del Perú, y aprovechando la oportunidad que les brindaba su cercanía a la costa muchos soldados desertaron. Para proseguir la conquista de Yucatán era indispensable reclutar nuevas fuerzas, y con este fin decidió Montejo ir a la Nueva España, donde merced al favor del Rey y a sus propias rentas logró reunir algunos soldados y comprar barcos, armas y municiones para continuar su empresa. Desgraciadamente, como Tabasco pertenecía a su gobierno y los indios de esta provincia, sometidos años antes por Cortés, se habían sublevado, le pareció aconsejable reducirlos primero.

En 1535 no quedaba un solo español en todo el país yucateco

Las naves partieron de Veracruz, y deteniéndose en Tabasco con parte de sus reclutas, el Adelantado envió al resto bajo el mando de su hijo a continuar la conquista de Yucatán. Pero la reducción de los indios de Tabasco le resultó más difícil de lo que esperaba, y mientras andaba ocupado en ella, los españoles desembarcados en Campeche, en vez de penetrar en el país, estaban sufriendo grandes penalidades. Los indios habían cortado su línea de suministros, y escasos de alimentos como estaban, casi todos cayeron enfermos. Se veían obligados a hacer continuas salidas y tuvieron que dejar sueltos a los caballos, a riesgo de que se los matasen. Al final sólo quedaron en pie cinco soldados para hacer la guardia y buscar víveres para los demás, y juzgando imposible resistir por más tiempo, decidieron retirarse. Gonzalo Nieto, que había sido el primero en plantar el estandarte real en las costas de Yucatán, fue el último en abandonarlas, y en 1535 no quedaba un solo español en todo el país yucateco.

capitán Diego de Contreras

Mientras tanto, el Adelantado seguía empeñado en la pacificación de Tabasco, empresa mucho más ardua de lo que había supuesto. Por su frecuente trato con los españoles, los indios les habían perdido el miedo. El terreno era malo para hacer la guerra, sobre todo para la caballería, debido a la abundancia de marismas y charcas. Andaban escasos de provisiones, muchos soldados desertaron y otros, de tanto calor y humedad como hacía, enfermaron y murieron. En estos apuros estaban cuando llegó a aquel puerto el capitán Diego de Contreras, sin destino fijo y dispuesto a embarcarse en cualquiera de las grandes empresas que en aquella época atraían al soldado aventurero. Traía consigo una nave con víveres y pertrechos, un hijo suyo y veinte españoles. El Adelantado le hizo presente el gran servicio que podía prestar al Rey, y con promesas de recompensa le indujo a quedarse. Con su auxilio pudo mantenerse en Tabasco hasta que, habiendo recibido nuevos refuerzos, consiguió por fin pacificar todo el país.

1537 Francisco de Montejo, hijo El Adelantado hizo entonces preparativos para volver a Yucatán. Eligió Champotón como punto de desembarco, y tras instalarse en Tabasco para estar más cerca de México, de donde esperaba recibir nuevos refuerzos, envió a su hijo, también llamado Francisco de Montejo, al mando de los soldados. Los españoles arribaron en 1537 y enarbolaron de nuevo el pabellón real en Yucatán. Los indios les dejaron desembarcar sin oposición, pero quedaron al acecho esperando una oportunidad para destruirles. A los pocos días se reunió una gran multitud, y a medianoche se acercaron sigilosamente por las veredas que llevaban al campamento de los españoles, sorprendieron a uno de los centinelas y le mataron; pero el ruido despertó a los soldados, que al instante acudieron a las armas. Como desconocían el terreno, todo era confusión en la oscuridad, en medio del griterío de los indios que atacaban desde el este, el oeste y el sur. Pero se defendieron esforzadamente y los indios, al ver caer a sus hombres y oír los lamentos de los heridos y los moribundos, atenuaron la furia de su ataque y terminaron por retirarse.
¡¡¡Mayas antropófagos!!! Durante algunos días no volvieron a hacer ninguna demostración hostil; se mantenían apartados y ocultaban todos los víveres que podían. Los españoles se vieron por ello en gran estrechez, obligados a vivir de la pesca que hacían en las playas. En cierta ocasión, habiéndose alejado dos soldados del campamento, cayeron en manos de los indios, que se los llevaron vivos, los sacrificaron a sus ídolos e hicieron banquete de sus cuerpos.
  Mientras tanto andaban formando una gran confederación todos los caciques del país, que enviaron ingentes hordas de indios a Champotón. En cuanto estuvieron todos reunidos atacaron con horrible estruendo el campamento de los españoles, que no podían luchar con éxito contra semejante multitud. Cayeron muchos indios, pero daban por bueno perder mil de los suyos por cada español que muriese. La única esperanza era huir, y los españoles se retiraron a la costa.
 

Los indios les persiguieron injuriándoles, entraron en su campamento, cargaron con la ropa y otros pertrechos que en la precipitación de la huida se habían visto forzados a abandonar, se pusieron sus vestiduras y desde la costa empezaron a insultarles y a burlarse de ellos, señalándoles con el dedo, llamándoles cobardes y gritando: «¿Dónde está el valor de los españoles?» Al oír éstos desde sus bateles tales injurias, decidieron que la muerte y la fama eran preferibles a la vida y la ignominia, y heridos y exhaustos como estaban, empuñaron las armas y volvieron a la costa. Se trabó otra cruenta batalla, y los indios, desalentados por la resolución con que aquellos hombres vencidos volvían a hacerles frente, se retiraron poco a poco, dejando a los españoles dueños del terreno.

 

Desde entonces los indios resolvieron no volver a presentar batalla, y aquella gran muchedumbre procedente de todos los confines se dispersó y regresó a sus pueblos, quedando así más tranquilos los españoles. Al ver los indios que no podían arrojarles del país, y que no tenían intención de abandonarlo, establecieron con ellos relaciones más o menos amistosas, aun sin dejarles penetrar en el interior. Cada vez que lo intentaban eran tan mal recibidos que se veían obligados a volver a su campamento de Champotón, que era de hecho su único refugio. Como estaba en la costa, que ya empezaba a conocerse mejor, de cuando en cuando tocaba allí algún navío, con lo que los pobres españoles remediaban algunas de sus necesidades y recibían algún refuerzo; pero su número disminuía constantemente, pues muchos, viendo la demora y el poco fruto que sacaban de sus trabajos, abandonaban la expedición.

  La fama de las riquezas del Perú estaba en todas las bocas, y la pobreza de Yucatán era notoria. Allí no había minas, y muy poco que alentase a otros a unirse a aquellos hombres desanimados, que afrontaban continuamente penalidades y peligros sin hacer progreso alguno en la conquista del país. Todos los que podían escapaban en canoas o por tierra, según se les presentara la ocasión, y llegó un momento en que sólo quedaron en Champotón diecinueve españoles.
  A fin de hallar algún medio de mejorar la situación le fue necesario a don Francisco, el hijo del Adelantado, visitar a su padre en Tabasco, y partió para allí dejando a los soldados bajo el mando de su primo, también llamado Francisco. Las cosas empeoraron en su ausencia, pues el socorro tan ansiosamente esperado no llegaba. Llevaban allí casi tres años sin avanzar ni dejar huella alguna en el país, y todos hablaban abiertamente de desbandarse y marchar a donde la fortuna les llevara, Tenían ya preparados sus pertrechos para embarcarse cuando el capitán les persuadió de enviar antes noticia de sus intenciones al Adelantado, para librarse de imputaciones injuriosas.
  Juan de Contreras fue enviado con despachos para el Adelantado, y le hizo además un relato cabal de la desesperada situación en que se encontraban en Champotón. Estas noticias llenaron de ansiedad a Montejo. Había agotado sus recursos, y sabía que si los españoles abandonaban Champotón sería imposible proseguir la conquista de Yucatán. Al fin, con empeños y promesas, consiguió enviar varias naves cargadas de soldados, provisiones, ropa y armas, y a finales de 1539 volvió su hijo de Nueva España con veinte soldados a caballo. Por la misma época, dudando de su propia fortuna y confiando en el valor de su hijo don Francisco, decidió el Adelantado poner en sus manos la pacificación de Yucatán. Ocupado como estaba entonces en el gobierno de Chiapas, le mandó llamar allí y mediante un acta formal le transfirió todos los poderes que le había otorgado el Rey. No tardó don Francisco en regresar a Champotón, y a partir de aquel momento pareció abrirse a los españoles la puerta de una fortuna mejor.
  Don Francisco decidió inmediatamente encaminarse a Campeche. A poca distancia de Champotón encontraron una gran columna de indios, les derrotaron y, resueltos a no retroceder en ningún caso, acamparon en el terreno. Avergonzados y enfurecidos los indios por su derrota, desde aquel sitio erigieron fortificaciones a lo largo de la entera línea de marcha. Los españoles no podían avanzar sin encontrarse con muros, trincheras y cercas vigorosamente defendidas; pero las fueron tomando una a una, y era tal la matanza que hacían entre los indios que a veces los cadáveres impedían el combate, y tenían que pasar sobre los muertos para luchar con los vivos. En un solo día tuvieron tres batallas y terminaron exhaustos de tanto pelear.
1540 San Francisco de Campeche

Al fin llegaron a su destino, y en 1540 fundaron una ciudad con el nombre de San Francisco de Campeche. Conforme a las instrucciones de su padre, don Francisco decidió invadir la provincia de "Quepech" y fundar otra ciudad en el pueblo indio de Tihoo; y como sabía que cualquier retraso era peligroso, envió por delante a su primo, el capitán Francisco de Montejo, con cincuenta y siete hombres, y se quedó en Campeche para recibir y organizar a los soldados que, incitados por las noticias de su cambio de fortuna, le llegaban ahora cada día de su padre.

  El capitán don Francisco se puso en marcha hacia Tihoo, y todas las crónicas se muestran de acuerdo al relatar los numerosos peligros que encontraron los españoles en aquel viaje debido a la escasez de sus fuerzas, las grandes multitudes de indios guerreros que les acechaban y los sólidos muros y otras defensas que a cada paso obstaculizaban su avance. Los indios cegaban los pozos y las cisternas, y como no había arroyos ni fuentes se abrasaban de sed; además les ocultaban los víveres, por lo que su marcha estuvo jalonada por la guerra, la sed y el hambre. Los caminos no eran sino estrechos senderos, flanqueados a ambos lados por bosques espesos y sembrados de cadáveres de hombres y animales, y sufrían tanto por la falta de agua y comida que parece casi inconcebible que pudieran resistir.
 

Al llegar a un pueblo llamado Pokboc montaron y fortificaron su campamento con la intención de hacer un alto, pero por la noche se levantaron sobresaltados al descubrir que el campamento era pasto de las llamas. En seguida acudieron todos a las armas, pensando en los indios más que en el fuego, y esperaron en silencio para ver por dónde les atacarían; pero al no escuchar ningún ruido, libres ya de la aprensión de los enemigos, intentaron apagar las llamas. Para entonces, sin embargo, el entero campamento y casi todo lo que tenían ya había ardido.

  No por ello se desanimaron, sino que reanudaron la marcha y a finales de 1540 llegaron a Tihoo, donde a los pocos días se reunieron con ellos otros cuarenta españoles enviados por don Francisco de Montejo. Por entonces vinieron algunos indios a decirles: «¿Qué hacéis aquí, españoles? Vienen contra vosotros muchos indios, más indios que pelos tiene la piel de un ciervo». Los españoles contestaron que saldrían a su encuentro, y dejando protegido el campamento, el capitán don Francisco se puso inmediatamente en marcha, dio con los indios a cinco leguas de allí y les atacó con tal ímpetu que, aunque al principio se defendieron valerosamente, fueron derrotados y huyeron en desbandada, dejando muchos muertos en el terreno.
  Entretanto había llegado de Campeche el hijo del Adelantado, y una vez reunidos, como al principio los indios les cortaban los suministros, pronto empezaron a sufrir por falta de víveres. Estando en estas estrecheces, cuando menos se lo esperaban vino voluntariamente a verles un gran cacique del interior y se les sometió. Movidos por su ejemplo, o viendo quizá que después de tantos años de guerra no podían dominar a los españoles, otros caciques de las cercanías de Tihoo también se sometieron. Animados por la amistad de estos caciques y creyendo que podían contar con su apoyo para terminar la conquista del país, los españoles decidieron fundar una ciudad en el sitio ocupado por Tihoo; pero mientras tanto se preparaba contra ellos una espantosa tempestad.
Batalla de San Bernabé Todos los nativos del Oriente se estaban reuniendo, y en el mes de junio, la víspera de la fiesta del apóstol San Bernabé, un inmenso ejército de indios, cuyo número oscilaba según distintas fuentes entre cuarenta y setenta mil, se precipitó sobre el pequeño cuerpo de poco más de doscientos hombres que había entonces en Tihoo. Al día siguiente atacaron el campamento español desde todas las direcciones, y se entabló la batalla más terrible que hasta entonces habían afrontado. La lucha duró la mayor parte de aquel día, y en ella murieron infinidad de indios, pero otros ocupaban inmediatamente su lugar, pues su número era como el de las hojas de los árboles. Los arcabuces y las ballestas hacían grandes estragos, y los jinetes sembraban la destrucción por donde pasaban, cortando la retirada a los fugitivos y arrollando a heridos y moribundos; los montones de cadáveres llegaron a impedir a los españoles perseguir a los que huían. Los indios sufrieron una derrota completa, y dejaron el terreno cubierto de muertos en una gran distancia a la redonda.
6 de enero de 1542 Fundación de Mérida La fama de los españoles se encumbró más que nunca, y los indios no volvieron ya a agruparse para una batalla general. Los invasores pasaron todo aquel año ocupados en atraer y conciliarse a los caciques vecinos, y el 6 de enero de 1542 fundaron con todas las formalidades legales la «muy noble y muy leal» ciudad de Mérida en el sitio del pueblo indio de Tihoo.
  Habían pasado cuarenta años desde que una canoa errante en la isla de Guanajá diera la primera noticia de la existencia de un país llamado Yucatán, y dieciséis desde que don Francisco de Montejo recibiera autoridad real para conquistarlo y poblarlo. Durante este tiempo, Cortés había destronado a Moctezuma en México y Pizarro había arrancado su cetro a los incas del Perú. En la gloria de estas conquistas Yucatán quedó olvidado, y así ha seguido hasta nuestros días.