BENARES

por  Javier Moro

Kashi, la luminosa, es el nombre original de Benarés.  En esta ciudad de la luz, cada amanecer es como un milagro.  El velo de bruma se disipa imperceptiblemente y antes de que los primeros rayos dorados se reflejen en las aguas tranquilas del Ganges, multitudes de fieles hindúes bajan los peldaños de los ghats, esas escaleras monumentales de piedra que se hunden en las orillas como raíces gigantescas, sellando así la unión de Benarés con el más sagrado de los ríos. Van a darse un baño al amanecer, el momento más propicio del día.  La mayoría de los peregrinos que esta mañana nos rodean han caminado por toda la India durante semanas o meses para venir a sumergirse en estas aguas sagradas y purificar así su cuerpo y su alma.  Cada cual aporta como ofrenda una lamparita de aceite, símbolo de la luz que acaba con las tinieblas de la ignorancia.  Inmersos hasta la cintura en las aguas, permanecen inmóviles, absortos en sus oraciones.  Las llamas vacilantes de sus lamparitas de aceite flotando sobre el agua brillan como miles de luciérnagas.  Las mujeres, envueltas en saris empapados, ofrecen guirnaldas de flores al Ganges.  Grupos de fieles se sumergen completamente durante largo rato; luego se frotan el cuerpo con jabón, se enjuagan la boca y escupen.  Sentados en la orilla, los ancianos, las piernas cruzadas, los ojos cerrados, están ensimismados en sus meditaciones, ajenos al trajín de hombres, vacas, burros y cabras que pasean por arriba.  Dos toritos se dan cabezazos, ante las risas de unos niños.  Varios santones salmodian un mantra ritual.   Gruesos brahmanes recitan ante un círculo de fieles algunos versos de las escrituras védicas.  Estudiantes de todas las edades practican ejercicios de yoga y de control de la respiración.  Todos esperan la renovación del milagro diario, la aparición del disco de fuego que surgirá de las entrañas de la tierra, el sol, fuente de la vida.  Cuando su aureola despunta en el horizonte, las cabezas se giran fervorosamente.  Luego, para agradecer el milagro, los fieles le hacen al sol una ofrenda de agua del Ganges, dejándola correr lentamente entre las manos entreabiertas, en un gesto de adoración.      

Es hora de subir a la barca.  Se tambalea tanto que entra agua.  Nadie se asusta, o por lo menos no lo demuestra.  Voy con gente acostumbrada a controlar sus emociones.  Son monjes budistas, que acompañan a un gran maestro tibetano, un hombre de edad avanzada, cojo y que camina encorvado como un ave vieja.  Parece un gnomo.  Acaba de pasar tres años en un retiro en la montaña y arde en deseos de verlo todo.  Risueño, lleno de energía, ha insistido para que le acompañemos a ver los delfines blancos del Ganges.  Solo se muestran al amanecer, dicen, y no todos los días.  Al alejarnos de la orilla navegando sobre el río sagrado, la ciudad se nos ofrece en todo su esplendor.  Pocos espectáculos en el mundo son comparables a esta visión de Benarés al alba.  Los templos y los santuarios, los ashrams y los palacios que bordean el río en una extensión de 5 kilómetros, refulgen al sol naciente y se reflejan en las aguas.  La ciudad se extiende en una sola orilla, sobre la cual los maharajás, a lo largo de los siglos, han edificado una serie de pabellones y palacetes, auténticos centros de la fe, abiertos al infinito de la otra orilla, a la que nunca se va, la ribera maldita que sufre los desbordamientos enloquecidos del rey de ríos.

En lo alto de los ghats, en el dédalo de callejuelas cuyos edificios están desconchados por tantos miles de monzones, bulle el incesante drama terrestre de la vida y de la muerte, lo que hinduistas y budistas llaman samsara.   Desde la perspectiva del agua, la visión es distinta: una visión de liberación.  Como La Meca, Jerusalén o Roma, Benarés es un faro que atrae a hombres ansiosos de eternidad.  Desde hace 2.500 años, peregrinos y sabios como el Buda Gautama, el hindú Mahavira o Shankara han venido aquí a transmitir sus enseñanzas.  Es la ciudad de la fe.  “Benarés es mas antigua que la historia, mas antigua que la tradición” escribió el inglés Mark Twain.  La continuidad de sus tradiciones culturales y religiosas es su rasgo más extraordinario, y el que la sitúa en un lugar aparte de las demás ciudades del mundo.  Aquí, poco ha cambiado desde el siglo VI antes de Cristo.  Si nos aventuramos a imaginar la Acrópolis de Atenas viviendo al son de las tradiciones rituales de la Grecia clásica, nos podemos hacer una idea de la increíble tenacidad de la vida de Benarés.  Hoy en día, la vida en Atenas o Jerusalén transcurre de manera muy distinta a los tiempos de la antigüedad.  Lo asombroso, lo maravilloso de Benarés, es que aquí la vida sigue prácticamente igual.  
Por supuesto que hay agua y electricidad donde antes no había mas que pozos y lamparitas de aceite.  Se pueden comprar trajes de moda y utensilios de latón en las mismas tiendas que durante siglos han vendido únicamente sedas y bronce.  En el centro, la estrechez de las calles ha mantenido la modernidad a raya; obviamente la composición del tráfico ha cambiado, aunque no su intensidad.   El caos circulatorio se rige por un pragmatismo muy antiguo y terrenal.   Los peatones ceden el paso a las bicicletas y estas a su vez ceden el paso a motocicletas, a motos, y estas a ciclo-rickshaws.  El tamaño es lo que cuenta: lo pequeño deja paso a lo mayor.  El peso de la tradición está representado por la reina de la calle: la vaca.  Todos, absolutamente todos, la rodean con circunspección.   

Las mismas leyes se aplican al tráfico fluvial, aunque a estas horas de la mañana son pocas las barcas sobre el río.  Después de un recorrido hasta la otra orilla y cuando estamos dando vueltas sobre las aguas marrones del Ganges, el viejo monje pega un grito, abriendo mucho los ojos, la mirada lanzando chispas de ilusión infantil.   Señala a lo lejos con el dedo.  De entre las ondas tranquilas surgen tres delfines, como por encanto.  El barquero hace un gesto de satisfacción, como diciendo que hemos tenido razón en escucharle, hay que despertarse pronto si uno quiere verlos.  También aquí, a quien madruga Dios le ayuda.  Ver delfines, sea en las aguas que sea, produce siempre cierta euforia.  Frente a esta ciudad desparramada en la orilla, la emoción se hace aún mas intensa.  Los monjes ríen de buena gana cuando los delfines vuelven a pasar cerca de nuestra barca.  Es muy auspicioso, susurran entre risitas.  Confieso que yo era escéptico, --¿como pueden vivir delfines en un río tan contaminado? me preguntaba.   Pero allí están, y no son blancos sino rosas, y tienen un morro redondo porque son delfines de agua dulce.  Los había visto una sola vez, en el río Amazonas. Allí los llaman ‘botos’, y les atribuyen poderes mágicos.  Los budistas no creen en los dioses, pero son inexplicablemente supersticiosos.  La visión de esos delfines al alba les llenó de felicidad, y como la felicidad es contagiosa, también yo acabé flotando en el nirvana.  
Me había encontrado con ellos de casualidad en el hotel, la víspera, gracias a Matthieu Ricard, el científico francés convertido en monje budista  y que yo había entrevistado en varias ocasiones para mi libro “Las montañas de Buda”.  Volvían todos de un encuentro con el Dalai Lama en Bodhgaya, el lugar donde dicen que el Buda recibió la Iluminación.  La tarde anterior, me habían invitado a pasarla con ellos en Sarnath.  A 10 Km. de Benarés, es uno de los lugares de culto mas importantes del mundo para los budistas.  En lo que hoy es un enorme complejo de ruinas, hace 2.500 años el Buda predicó su primer sermón, “la rueda que gira”, en el que sumaba las enseñanzas esenciales del budismo, a saber que para librarse del sufrimiento hay que librarse del deseo.  Benarés forma parte de la cuna del budismo, una filosofía que a su vez ha surgido del hinduismo.  Sentados en las ruinas, el monje-gnomo leyó unas enseñanzas mientras Matthieu traducía.  Fue otro momento privilegiado, de esos que ofrece Benarés al viajero sin prisas.

Cuando regresamos por fin a la orilla, después de la fiesta que nos ofrecieron los delfines, la luz del amanecer tiñe las fachadas y los ghats  de un suave color rosa.  Nos cruzamos con una barca que lleva el cuerpo de un difunto envuelto en un sudario y cubierto de flores.  En medio del río, los parientes, después de recitar unas oraciones, empujan suavemente el cadáver al agua.  Este se hunde creando un pequeño remolino moteado de pétalos de flor.  Benarés, la ciudad más rebosante de vida del planeta, es también y ante todo la ciudad de la muerte. No hay como esta ciudad para recordarnos que la muerte es parte de la vida.  Está presente en sus orillas, en las calles, en los olores que despiden las columnas de humo, en los remolinos de agua que producen los cadáveres al hundirse.   

Me despido de los monjes y me quedo en medio del ghat, rodeado de peregrinos que portan jarras, botijos y pequeñas botellas de plástico llenas del agua santa que llevarán consigo a sus lejanas aldeas.  Dicen que el exotismo es lo cotidiano de los demás.  Es difícil descifrar lo cotidiano en Benarés, porque esta ciudad encierra la quintaesencia de la cultura hindú.  Por ejemplo, lleva tiempo descubrir que esos gruesos pandas-brahmanes  que dominan los ghats, sentados en bancos de madera bajo sombrillas de bambú, administran las necesidades de los peregrinos.  No solo preparan los baños rituales, untan de tilak  (pasta de sándalo) la frente de los devotos, vigilan la ropa de los que solicitan sus servicios mientras estos rezan en el Ganges, sino que además van a recoger a los peregrinos a la estación, les buscan alojamiento o a veces les invitan a sus casas.  A menudo la relación entre pandas  y peregrinos continúa a lo largo de las generaciones, los descendientes de una misma familia de pandas  ocupándose de los descendientes de una misma familia de peregrinos.  ¿Cómo entender esos personajes extravagantes, vestidos de naranja, con el pelo largo y trenzado, que pasean con un tridente en una mano y un cubo de agua en la otra?  Se les oye gritar en las calles de Benarés mientras van de casa en casa pidiendo limosna: “¡Ma, anna do!”    Son los sanyasis, hombres que han renunciado a la vida mundana, han abandonado sus casas y se han metido en un ashram a estudiar y meditar.  Pero los mas fascinantes de entre los sanyasis  son los aughurs, que no solo han renunciado al mundo, sino que han decidido subvertir sus valores.  Frecuentan los lugares de las cremaciones, duermen sobre tumbas, comen y beben en recipientes formados por media calavera humana y cocinan su comida en las hogueras de la cremación.   A los aughurs, se les ve fácilmente en tiempos de monzón porque se congregan en los monasterios de la ciudad.  Una vez acabadas las lluvias, desaparecen otra vez por las rutas de la India.    ¿Que buscan los aughurs, porque renuncian al mundo de esta manera?  Las respuestas a estas preguntas están en la propia mística hindú.  Si la misión de los brahmanes es la de custodiar los rituales hindúes, la de los Sanyasis  y los Aughurs   es la de mantener viva las dimensiones místicas y metafísicas del hinduismo.   Aunque pocos se convierten en santones, el peregrino hindú que viene a Benarés ha dejado su hogar y se ha lanzado a los caminos con sus escasas pertenencias a cuestas.  La meta es una meta espiritual, ardua, difícil de conseguir.  El largo viaje es una especie de ascetismo en el que el trayecto es tan purificante como el destino.   A su manera, todo peregrino hindú es también una especie de renunciante.  Dejarlo todo y seguir la vía espiritual constituye su máxima aspiración.

Dejándome llevar al ritmo de los vaivenes de la multitud, acabo frente al Templo de Oro, el santuario de piedra mas venerado de Benarés.  Todas las mañanas, el pandit  (sacerdote) realiza uno de los ritos mas antiguos de la ciudad santa.  Llevando un jarrón de cobre lleno de agua del Ganges en una mano y una copa de sándalo en la otra, cruza el templo y se detiene frente a una piedra de granito, la reliquia mas preciada de Benarés.  Al prosternarse y al inundarla de agua del Ganges, el pandit  expresa así una de las formas mas antiguas del fervor religioso hindú.  Este pedazo de roca es en efecto un lingam,  un emblema de piedra fálica que simboliza la potencia vital del dios Shiva, representante de la fuerza y del poder regenerador de la naturaleza.  El yoni  es su equivalente femenino.  No es raro ver pulir una superficie redonda de bronce o de piedra por algún artesano.  Benarés es el centro de este culto.  Hay lingams  y yonis  en todas partes, en los templos, en los pequeños altares empotrados en las fachadas de los edificios, en los peldaños de los ghats.  Por la mañana, miles de hindúes untan con devoción la superficie pulida de los lingams  con pasta de sándalo o con aceite.  Trenzan coronas de jazmín y de claveles de la India que colocan con esmero alrededor de la piedra erecta junto a pétalos de rosas y hojas amargas de bilva, el árbol preferido de Shiva.

Benarés ciudad de contrastes.  Llena de lingams  que simbolizan la fuerza de la vida, y sin embargo un olor de muerte flota en el aire.  Al salir del templo, me adentro en una callejuela que conduce al ghat  de Manikarnika, uno de los lugares mas sagrados de la orilla del río.  Es también uno de los lugares mas alucinantes, no sólo de Benarés, sino también de toda la India, y quizás del mundo.  Es en esta explanada donde queman a los muertos. Morir en Benarés es para todo hindú la bendición suprema.  Si la muerte le sorprende en un perímetro de 60 Km. alrededor de la ciudad, Shiva, su divinidad tutelar, lo libera del ciclo perpetuo de las reencarnaciones y permite que su alma se funda para la eternidad en el paraíso de Brahma, el dios supremo, el que simboliza el principio de la creación del universo.  Es la razón por la que tantos hindúes, al sentir su fin próximo, viajan hasta aquí a recibir a la muerte. Pronto me encuentro inmovilizado en un embotellamiento de cortejos fúnebres.  Cada litera que transporta a un difunto se detiene frente a una ventanilla donde los parientes declaran a un empleado de la municipalidad la identidad del desaparecido y la causa de su muerte.  El destino final del estrecho pasadizo hace la fortuna de numerosos puestos y tiendas alineadas a lo largo del recorrido y especializadas en venta de sudarios, de collares de flores, de polvo de sándalo y otros artículos funerarios. Hay tiendas que venden las famosas sedas de Benarés bordadas de hilo de oro, lujo que solo los ricos pueden ofrecer a sus muertos.  Por encima de la multitud sobresale una litera con un baldaquín lleno de claveles de la India.  Un anciano vestido de una túnica naranja reposa sentado.  Los porteadores recitan una letanía de mantras que puntúan con golpes de gong.  Ese difunto es un sadhu, un santón ya liberado del ciclo de las reencarnaciones.  Fieles a la tradición, sus discípulos lo dejarán hundirse en el Ganges sin quemarlo. Siempre es sobrecogedora la visión de la explanada donde arden las piras funerarias, decorado de fuego, humo y muerte.   Los empleados de la cremación pertenecen a la casta de los doms, la mas baja, la mas impura en la jerarquía hindú porque sus miembros viven del comercio de la muerte.  Son hombres de piel oscura, delgados pero capaces de llevar en brazos gruesos haces de leña, de colocar largos troncos y de preparar nuevas piras.  El jefe de los doms  parece un director de orquesta, la gran orquesta de la cremación, el ejecutor de las pompas que preparan a los hindúes a la inmortalidad.  Se mantiene siempre cerca del símbolo de su poder y de su rango, un pequeño altar en forma de fuente donde arden las brasas del fuego que usa para prender las piras funerarias --y del cual él es el supremo guardián. Camillas de bambú llegan sin cesar, cada una con un cuerpo envuelto en sudarios de color o blancos.  Aparentemente insensible al macabro espectáculo y al olor de carne quemada, la gente va y viene de hoguera en hoguera.  Sobre los peldaños, los barberos afeitan meticulosamente la cabeza de los parientes de los muertos mientras las familias cantan mantras y pandas  tripudos discuten el precio de sus servicios sacerdotales.  Vacas, burros y cabras se comen las guirnaldas de flores sobre los lechos mortuorios; perros color de la ceniza hurgan a la búsqueda de algún hueso que haya escapado a la incineración; los cuervos vuelan en picado para atrapar residuos. En cuanto una pira se encuentra disponible, los porteadores bajan hasta el río al candidato al viaje eterno y lo sumergen una última vez en el Ganges.  Le abren la boca y dejan caer unas gotas de agua. Luego colocan el cuerpo sobre la hoguera.  Los doms  cubren el cadáver de madera y lo rocían de aceite, aunque ahora se usa mas el keroseno, concesión a la modernidad.
El rostro y el cráneo afeitados, el torso y la cara purificados por las abluciones rituales, el primogénito del muerto da tres vueltas alrededor de la pira para dar así su último adiós.  Un dom  le entrega una antorcha.  El hombre la coloca en la parte de abajo y de pronto un haz de fuego surge de la pirámide de madera.  Los hombres de la familia se sientan en redondo alrededor de la hoguera.  Al cabo de un momento se oye un chasquido seco.  Aún mas ensimismados, se recogen murmurando una acción de gracias.  Acaba de estallar el cráneo del difunto: es el momento cumbre en el que los canales por donde había circulado la energía vital se abren a la energía cósmica. Sorprende que no haya escenas desgarradoras, ni llantos descontrolados. La tranquilidad y hasta el silencio con el que se realizan las cremaciones es chocante para un occidental.  Pero lo que puede parecer una falta de reverencia o de emoción frente a la muerte no es más que un aspecto de la fe hindú.   Para ellos, el final de esta vida no es mas que el principio de la siguiente.  Además, existe la creencia que llorar trae mala suerte al difunto: es como un lastre que obstaculiza su liberación total.  Porque Benarés, cada día, quiere ofrecer a sus muertos la liberación suprema.

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El atardecer es otro momento que en los ghats  se hace inolvidable.  Sobre las escalinatas, unos indios con dedos nudosos dan masajes tonificantes a extranjeros y peregrinos, por unas cuantas rupias.  El masaje suele durar mucho tiempo, y uno se empapa de los ruidos, de los cantos, de las oraciones, de los olores a incienso.  Tumbado como un muerto, nadie presta atención.  Parece el paraíso, hasta el momento en que uno empieza a rascarse, y luego a ver puntitos negros a ras de suelo.  Entonces la realidad te arranca a la ensoñación.  Los ghats están infestados de pulgas.  
Da igual, la magia de Benarés nunca cesa.  Es tan poderosa que las pequeñas incomodidades personales se olvidan en seguida.  Cuando el sol desaparece en el horizonte, surge un mugido de cientos de caracolas.  Comienza otro de los ritos de Benarés, la puja, el culto al crepúsculo.  Al oír este llamamiento, en cada peldaño, en cada plataforma al borde del Ganges, se ven celebrantes con el cuerpo cubierto de ceniza que empiezan a agitar sus campanillas, símbolo de la vibración cósmica primordial. Luego hacen a los dioses la ofrenda de los cinco elementos: el agua de las olas sagradas, una flor como símbolo de la tierra, una lámpara de aceite que simboliza el fuego, una cola de pavo en forma de abanico como símbolo del aire, y al final el quinto elemento de la tradición hindú, “el que lo envuelve todo”, un trozo de tela.  Al ritmo de los tambores, los gongs y las campanillas, la ceremonia se prolonga a medida que la oscuridad envuelve este lugar eterno, esta ciudad  hecha de fervor y de esperanza.
 

RECUADRO: LA LIBRERIA INDICA

Existe en la ciudad un lugar especialmente interesante para los españoles.  La librería Indica está en el centro, y es un establecimiento que contiene una nutrida colección de libros sobre la India y muchos libros en español.  También es la sede de una editorial especializada en temas de indología.  Publican desde un espléndido diccionario de inglés-sánscrito hasta libros de poemas de Tagore en español. Uno de los dueños, Alvaro Enterría, era bibliotecario en Madrid hasta que decidió dejarlo todo para vivir en Benarés.   Allí conoció a Dilip, un joven empresario que quería lanzarse al mundo de la edición.  Se asociaron y el resultado -la librería y la editorial-  se han convertido en punto de referencia para todos los que se interesan por temas de la India.     Para cumplir con su sueño hasta el final --quedarse en Benarés--Alvaro decidió casarse.  Lo hizo como se hacen estas cosas en la India, poniendo un anuncio en el periódico: “Caballero europeo busca chica india sencilla para fines matrimoniales y residencia en Benarés...”  Le llovieron las ofertas.   Eligió a Arati, una joven del Estado de Orissa.  Viven en una casa espaciosa, a cinco minutos en ciclo-rickshaw de la librería.  Tienen un hijo de un año llamado Omkar.